¿Por qué ha fracasado siempre la revolución? ¿Podrían ser las cosas de otra manera? Llevo unos días saltando de libro en libro al compás de estos interrogantes…
Todo comenzó cuando cayó en mis manos el libro de Miguel Amorós ‘Golpes y contragolpes’, (Pepitas de calabaza y Oxígeno). El primer texto (¿Dónde estamos?), se inicia con el reconocimiento de que el proletariado ha sido incapaz de hacer su revolución.
Según Amorós la causa de este fracaso ha sido la creencia en que para hacer la revolución bastaba con conquistarle a la burguesía los medios de producción; es decir, la confianza en que los avances industriales y tecnológicos, una vez en manos del proletariado, podrían formar parte de un mundo emancipado. Por el contrario, según Amorós: «No se podrá ir a ningún lado si no se rompe con la concepción de la revolución como reapropiación del aparato productivo existente, ni se admite que la emancipación humana pasa por la destrucción del sistema industrial».
Y aquí viene una explicación de cómo la ‘autonomía de la técnica’ ha hecho del hombre servidor de la máquina. La cuestión es que la ‘tecnociencia moderna’ impone una organización social determinada y esto no se arregla ‘mágicamente’ sólo por cambiar la forma de gobierno.
Pretender esta inversión o ‘transmutación alquímica’ es el error que Jean-Marc Mandosio achaca tanto a los situacionistas -especialmente a Vaneigem– como al propio Marx (ver su excelente libro ‘En el caldero de lo negativo’, también en Pepitas de calabaza).
Este error, que es el origen de la derrota histórica del proletariado, es creer que »basta que las estructuras de producción cambien de manos, para que la naturaleza del trabajo efectuado en las fábricas se modifique cualitativamente».
Lo auténticamente revolucionario
Una inversión así, que los obreros tomen el poder y ‘den la vuelta a la tortilla’, es factible -como se ha visto en la historia-; pero no revolucionaria -como también se ha visto… ¿Qué sería entonces lo auténticamente revolucionario?
Amorós lo plantea claramente: un «retorno a las condiciones precapitalistas, al trabajo artesano y a la fiesta, a la tradición y a los lazos comunitarios, a los ritmos vitales relajados, al derecho consuetudinario, a la economía del sustento y a la sociedad del status, en donde lo que importa no es la utilidad de uno, sino lo que se es (Cicerón)».
Creo que Mandosio ve claro al notar que la ‘ilusión progresista’ (una sociedad de la abundancia con una industrialización no alienante), si bien es sólo una ilusión, se presenta al menos con un cierto atractivo, tiene poder de seducción y movilización. Pero… ¿nos ilusiona realmente la perspectiva de un mundo desindustrializado (el trabajo artesano, las costumbres tradicionales, la lucha por el sustento)?
Desde luego es una idea con cierto atractivo pero ¿puede haber una movilización de la sociedad en la dirección de un retorno a la situación anterior al capitalismo?
Parece que la revolución a la que estábamos acostumbrados ha mostrado su inutilidad, mientras que aquello que sí sería un verdadero cambio no logramos verlo como deseable… A lo mejor nos hemos topado aquí con una utopía mucho más profunda e irrealizable que la utopía política, la de la ‘transmutación’ del ser humano como tal.