«Puesto que era necesaria una revolución» —escribió Sartre—, «las circunstancias designaron a la juventud para hacerla. Solo la juventud experimentaba suficiente cólera y angustia para emprenderla y tenía suficiente pureza para llevarla a cabo«.
A partir de ahí, conviene andarse con pies de plomo. Esto lo comentaba el otro día. Tanto la idea de una revolución política violenta, como la de una dictadura del proletariado hay que ponerlas en cuarentena y lanzarse a pensar algo mejor.
El Ché Guevara en cuanto activista político tuvo estrecha relación con estas ideas; pero creo que ese fue el Ché que murió en Bolivia hace 40 años. Por eso quisiera distanciarme de posiciones como las que aparecen en Rebelión (ver por ejemplo O revolución socialista o caricatura de revolución).
El mito del Ché
Pero salta a la vista que el mito del Ché sigue vivo (y a éste no le afecta ni el editorial de El País ni posiciones como la de Vargas Llosa –ver Che Guevara, la máquina de matar).
El Ché que vive es el de la pequeña revolución inconformista que cada uno tiene en marcha en su propia vida. El Ché representa la cólera, la angustia y la pureza (falta la alegría, a no ser que esté ya incluida en la pureza) necesarias para resistir a la domesticación por el trabajo y por el ocio; para no conformarse con una forma de vida insatisfactoria.
La entrañable transparencia. Creo que este Ché como motor del inconformismo de cada uno es el que está detrás de su vigencia como icono, de la aparición constante de artículos, libros, películas, vídeos, objetos… Este es el Ché Guevara que querríamos conservar.