En Madrid Annette era primaveral e incansable. La recuerdo con su vestido corto de punto y medias oscuras; cruzando y descruzando las piernas como una fantasía erótica. Así fue como me sentí atraído en un principio y enseguida toda su energía se descargó sobre mí como el relámpago calcina un árbol solitario. Pero si bien sus muslos eran perfectos en Madrid, lo esencial fueron las finas hebras amarillas que brillaban en sus ojos turquesa. Esos ojos atigrados e hipnóticos fueron definitivos, y luego estaban sus manos fuertes, su risa de valkiria, sus labios rebosantes y delineados por Ingres.
—¿Esta es tu chica? ¡Qué guapa…! ¿Y qué hace una niña tan mona con un tipo como tú?
—¡Hombre, gracias por lo que me toca!
—No… que no es eso… ¡Pero es que es monísima, monísima!
Esto me lo decía mi compañera Marga viendo unas fotos. El veneno era porque yo ya conocía la insistencia de Marga y el regusto del gintonic en su boca al final de noches nunca comentadas. Pero eso no importa… El caso es que, en efecto, así de monísima era Annette en Madrid, paseando por el Rastro la camiseta XXL con jeroglíficos egipcios que usaba como vestido, con sus pendientes en forma de abanico, con sus hombros y brazos recién bronceados en la Riviera francesa.
Al principio fueron los besos en el Retiro tras el desayuno en la churrería San Ginés, las conversaciones dulces o vehementes, los bares y otra vez los besos y las despedidas. Mientras yo cazaba el vello tenue que corría por su cuello y hacíamos planes disparatados, Annette me sacaba fotos en la Puerta de Toledo en las que siempre salía favorecido… ¿Había contagiado su amor a la lente de la cámara o es que era ella la persona destinada a ver siempre mi mejor perfil?
En Frankfurt Annette iba temprano al trabajo y se ponía un sujetador blanco de dimensiones casi infantiles.
—Porque si no, se nota que no llevo nada.
La aclaración era pertinente pues los pechos de Annette consistían en sutilísimos abultamientos sobre sus costillas, coronados por pezones puntiagudos y auto conscientes. Nunca pude captar plenamente la forma de esa curva etérea e inasible, por mucho tiempo que gastara en el empeño.
—Son pequeños pero muy sensibles —había dicho, quizá intentando impedir que yo los mordisqueara con golosina.
Pero con el tiempo ese diminuto sostén blanco y esa oficina de Lufthansa a la que iba por la mañana temprano tuvieron más fuerza que los helados en la cuesta de Moyano, que las noches en el quiosco Antonia y que los días —pasados o venideros— sobre mi desvencijado somier. Yo también sabía que mi plan de obtener un lectorado en alguna universidad del Estado Federal de Hesse era puramente quimérico…
Y así, de vacación en vacación, prosiguió el vagabundeo amoroso con Annette en las ciudades. Aquel sentimiento fue interminable, pues nunca padeció la rutina y el tiempo —aunque sí la distancia y el espacio—. Se alimentó de la añoranza y circuló por el territorio nómada del aeropuerto, del hotel, de las calles siempre nuevas. Vivió al ritmo sentimental de la carta, del teléfono, de la guía de viajes, del reencuentro y del adiós.
(Taller Fuentetaja, 2009)