Ateneo de Madrid, 23 de agosto…
Hoy ha muerto el socio bibliotecario de esta Docta Casa. La asistenta lo ha encontrado esta mañana en su cama, ya sin vida. La noticia me ha causado una honda tristeza, pues este hombre callado y sencillo se ha ocupado de nuestra biblioteca durante los ultimos cuarenta años con una dedicación incansable.
Quién no lo recuerda, con su guardapolvos gris, siempre subido a las estanterías más altas y rebuscando entre los viejos volúmenes… Y sin embargo pocos socios saben -yo soy uno de esos pocos- que nuestro tranquilo y modesto bibliotecario albergaba un secreto en su monótona existencia.
Hace casi cuatro décadas, cuando el bibliotecario no era sino un joven empleado del Ateneo, fue atacado por unas fiebres intensas que lo mantuvieron en cama durante varias semanas. Dicen que fue presa de violentos delirios.
A su vuelta el joven ayudante de bibliotecario ya no era el mismo. Su dedicación al trabajo aumentó, pero había en su mirada un silencio que no se podía traspasar. Una intensa tristeza lo acompañó desde entonces. Lo afligía en cada momento un sufrimiento sin causa.
Solo una esperanza fija y secreta daba fuerza a sus días: en lo más profundo del delirio una voz sin ruido le había anunciado que la llave de su amargura la encontraría oculta en algún estante o rincón de la inmensa biblioteca.
¿Cuántas horas pasó el bibliotecario recorriendo los pasillos, abriendo los libros, pasando las polvorientas hojas en busca de una palabra, de una señal de que su inquietud alcanzaría ya término? Día tras día, año tras año, recorrió uno a uno y luego otra vez y otra, todos los anaqueles, las vitrinas, los estantes… ¿Encontró lo que buscaba? ¿Acaso alguien lo encuentra?
En este momento de emocionado recuerdo, me gustaría pensar que el bibliotecario musitó al fin la palabra con su último aliento; quizá fue ‘amor’ o ‘dios’ o quizá, simplemente, ‘nada’. Descanse en paz.